Cuando Dios castigaba a las brujas…

A propósito del «Día de Brujas«, Mujeres contando publica esta extraordinaria compilación de nuestro colaborador Alexis Ponce, sobre las mujeres, la Inquisición, el fundamentalismo religioso y la misoginia. 

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Las actas del Santo Oficio y otros textos misóginos.

Por Alexis Ponce

alexisponce.b@gmail.com

«¡Qué tiempos aquellos!»

En tiempos de Oscuridad viene bien un poco de luz, en tiempos de Ignorancia viene bien el conocimiento, en tiempos patéticos de Contrarreforma fundamentalista de derechos humanos, sexuales, reproductivos, de género y de las mujeres, viene bien «recordar» (del latín ‘re-cordis’, que quiere decir «volver a pasar por el corazón«), el respetuoso, laico y humanista trato dado a lo largo de la historia a las mujeres, a sus cuerpos, vidas y derechos, por los tatarabuelos de quienes hoy, en pleno siglo 21, con distintos ropajes, quieren retrotraer estos temas al siglo 19, e incluso a la Edad Media. Contra ellos, a las mujeres y hombres feministas, comparto estas «maravillas»…

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«¿Sabía usted que…?»

Durante tres siglos la cabellera «pelirroja» en una mujer, fue considerada «prueba de satanismo» (aludía a la menstruación) y, como tal, causa para instaurar un expediente inquisitorial y llevar a la hoguera a las pelirrojas?

¿Sabía usted que la cabellera larga y suelta en las mujeres -«la magnífica cascada«- era sinónimo de «irreverencia», «llamado al pecado» y causa de separación?

¿Sabía usted que recién en 1912 se permitió la presencia pública de las mujeres en las marchas fúnebres en el Ecuador?

El santo inventor de la Inquisición

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«Durante años os he predicado, implorado y llorado para que salgáis del pecado. Pero donde fracase la bendición, prevalecerá la vara. Ahora hago un llamamiento a los prelados para que aúnen sus fuerzas y hagan que muchos muráis a golpe de espada, arruinen vuestras torres, destrocen muros y reduzcan a todos los pecadores a la servidumbre. La fuerza de la vara prevalecerá cuando la dulzura no haya conseguido nada«. (Santo) Domingo de Guzmán.

Bajo los auspicios de la Orden de Santo Domingo, clérigo español canonizado en 1234 por la Iglesia Católica, se creó el Santo Oficio, conocido como Inquisición, palabra que debería provocar en la gente digna el mismo resquemor que causa el temible término Gestapo. La Inquisición medieval, que en la actualidad mantiene otro nombre menos emotivo, «La Congregación para la Doctrina de la Fe«, significó «el eslabón que faltaba en la historia de la falta de humanidad del hombre con respecto a la mujer».

«Pocos santos en la historia pueden haber manchado con tanta sangre sus manos, como él«. Richard Leigh -en referencia a Domingo de Guzmán en su libro La Inquisición, año 1999-.

Las primeras mujeres acusadas de «brujas» y, en consecuencia, torturadas y quemadas en la hoguera, fueron 63 doncellas de Tolouse. En 1335 la Inquisición torturó a 63 hijas de Eva con el fin de obtener una sola confesión: si apoyaban, o no, la herejía. Una de las mujeres confesó el crimen de «haber servido la cena a los cátaros», un grupo herético de la época, como hoy podría ser calificada cualquier iglesia al margen de la católica. Y por tal delito, fue quemada viva.

Los inquisidores, censuradores y torturadores del Medioevo, lo eran en nombre del bien supremo, y los «malvados» eran, en su gran mayoría, mujeres, totalmente inocentes de cualquier delito endilgado.

La histeria por las brujas, constituyó un blanco para el odio sexista en una sociedad y religión dominada por los hombres. Las mujeres, acusadas o no de brujería, eran consideradas por la patriarcal Iglesia Católica, «corruptas e impuras por naturaleza«.

Menstruación, pelirrojas y otros delitos inquisitoriales

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La creencia rabínica judía estableció, tres mil años atrás, una creencia que, mimetizada, continúa en boga: que Eva tuvo su primera menstruación justo después de «fornicar con la serpiente». Hasta la actualidad, los judíos ortodoxos se niegan a estrecharle la mano a una mujer si está menstruando. San Jerónimo recriminaba así a sus seguidores: «No hay nada más impuro que una mujer con la menstruación: hace que todo lo que toca, se vuelva impuro«.

En el siglo VII, el obispo Teodoro de Canterbury prohibió que las mujeres que estuvieran menstruando, hiceran la comunión y, más tarde, que entraran en una iglesia. La Norma de las Anacoretas -un texto famoso con instrucciones para que las religiosas detesten su propio cuerpo-, prescribía: «¿Acaso no estáis formadas con baba nauseabunda? ¿Acaso no estáis siempre impregnadas de inmundicia?«

En la edad media se pensaba que las mujeres de cabello pelirrojo eran brujas y consideradas instantáneamente como «adoradoras del diablo«, causal de envío frecuente a la hoguera. El término «tabú«, que viene del polinesio «tupua» (sagrado, mágico), se aplicaba específicamente a la sangre de la menstruación. Y, por extensión, se extendía al cabello rojo de las féminas. No se guarda memoria de qué les sucedía  a los varones pelirrojos.

Aún en el siglo XX, la jerarquía católica vetaba la ordenación de mujeres, basándose en el argumento de que «la menstruación contaminaría el altar» (Me pregunto, entonces, si acaso las mujeres menopáusicas sí podrían ordenarse como obispas).

La tetilla de Satán  

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La Inquisición prohibió durante décadas la circulación por determinados lugares asociados a lo femenino, los mismos que fueron vedados por la Iglesia: las arboledas, las fuentes y las cuevas, sitios todos vinculados a la adoración pagana que desde muchos siglos atrás de la existencia de la iglesia católica, eran ocupados por las mujeres y hombres que adoraban la Naturaleza y a sus antiguas Diosas (Diana, Artemisa y Afrodita).

Esos lugares fueron denunciados por la Inquisición como «Guaridas de Brujas y Demonios«, y cualquiera de los mismos era considerado CUNNUS DIABOLI («Vulva Diabólica») y, por lo tanto, todos los que temían a Dios debían evitar transitarlos. Por eso es que, hasta el día de hoy, aún quedan rezagos de tal creencia en muchos pueblos, donde se sigue asociando las cuevas, arboledas y fuentes de agua a lo oculto y pecaminoso.

«El desprecio intrínseco de la iglesia por las mujeres, tal como se muestra en las propias Escrituras, las Epístolas de San Pablo y el Pentateuco; el odio misógino manifestado en los cánones eclesiásticos y doctrinas del ascetismo, el celibato y la acusación de brujería, acabaron con el respeto del hombre por la mujer y legalizaron la hoguera, el ahogo y la muerte por tortura de miles de mujeres. De este modo, las antiguas diosas paganas se convirtieron en «demonios», la sabiduría de las comadronas en evidencia de «delito infernal» y lo que cocinaban, en brebaje envenenado. Miles de comadronas y expertas en herbología, fueron procesadas y quemadas vivas. Así fue como la mujer, en calidad de madre y sacerdotisa, se convirtió en bruja«. Mary Daly («Más allá de Dios Padre», 1973).

Algunas de las manifestaciones del delito en las Actas del Santo Oficio: Si los caballos se desbocaban, si las cosechas eran malas, si los niños se enfermaban repentinamente, si la mantequilla se licuaba, si las mujeres tenían un aborto espontáneo (ni hablar del voluntario), la culpable debía ser «una bruja». Joan Cason fue condenada a la horca en 1586 por tener paja seca en su tejado, acusada por su vecino de que el hijo enfermaba a cada momento. La prueba del delito fue tirar al fuego la paja seca de su tejado: Si crujía y chispeaba la brujería estaba confirmada. Por supuesto, la prueba resultó positiva.

La legitimación de la tortura

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La Inquisición daba por hecho que las brujas llevaban ciertas «marcas especiales» y que «permanecían inmunes al dolor». La primera parte del trabajo de los torturadores era desnudar a la acusada y buscar en ella «la tetilla del diablo«, clavándole una aguja larga en su carne, lo cual no se consideraba tortura. Luego se la sustituía rápidamente por una aguja retractable y, obviamente, después de lacerar la carne, siempre se hallaba «la marca». En 1593, en un juicio contra una bruja, el torturador descubrió «un pequeño trozo de carne que sobresalía en sus partes pudendas«. Todos los inquisidores estuvieron de acuerdo en que «eso tan extraño y oculto era, sin duda, demoníaco«. La mujer fue condenada y quemada. «La tetilla del diablo», evidentemente, era… el clítoris. Así fueron llevadas a la tortura y a la muerte cientos de mujeres más. Tendría que llegar el siglo 20 para identificar, definir como tal y reivindicar, recién entonces, al clítoris.

Robert Hink, ministro de Aberfoill, en 1691 escribió: «He visto una mancha, como un pequeño lunar, de color marrón, en las brujas. Pellizqué esas marcas, les clavé una aguja larga tanto en las nalgas como en la nariz y el paladar, hasta que la aguja se dobló y quedó torcida. Y las brujas no sintieron dolor«. Por su parte, el Obispo Summers refería que «Esas marcas tenían a veces la silueta de un murciélago, de un sapo o la ranura de una ramera,el anca de una rana, o un ratón«.

Dado que hay gente que tiene lunares, verrugas, deformaciones o algún tipo de marca (la mancha mongólica, por ejemplo) ¿qué mujer no quedaba libre de culpa? Jorg Abriel, inquisidor y cazador de brujas bávaro, cuando no encontraba la marca incriminatoria, se limitaba a anunciar que «la mujer tiene aspecto de bruja» y la torturaba hasta que confesara serlo. Un testigo de los hechos, Weyer, describía: «Los condenados son masacrados con las torturas más refinadas. Y esa crueldad se prolonga siempre hasta que los más inocentes se ven condenados a confesarse culpables«.

Transparencia Internacional en el medioevo: Las mujeres de condición pobre y humilde eran ejecutadas y quemadas de forma inhumana (especialmente usando leña verde, haciéndole sentir a la víctima el calor insoportable del fuego desde sus espaldas), mientras que las personas más ricas y poderosas de entre los acusados, muchas veces se salvaron al pagar una fianza con grandes sumas de dinero, para evitar el castigo y la vergüenza pública que les esperaba.

«La Pregunta»

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El Manual del Inquisidor se llamaba «Malleus maleficarum» (El Martillo de los brujos), que fue escrito por dos de los peores torturadores de todos los tiempos: Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, en 1452.

La tortura era definida con el término «La Pregunta«. Una francesa de Constanza, admitió ser bruja y causar tormentas al verter agua en su cocina. ¿Cómo confesó? Fue expuesta a preguntas muy discretas mientras era colgada de los pulgares lejos del suelo. (Las policías latinoamericanas aprendieron «de oficio», sin leer El Martillo de los brujos, este eficaz método de interrogatorio conocido como «la colgada» en el Servicio de Investigación Criminal del Ecuador en los 60, 70 y 80).

Los inquisidores eran absueltos de todo pecado y culpa apenas la víctima moría bajo tortura. El papa Urbano IV instó a los inquisidores a absolverse los unos a los otros inmediatamente después que muriera «la bruja» y declaró que «los inquisidores son inocentes a los ojos de Dios«. Lo habitual era torturar a las víctimas hasta que confesaran haber tratado con el diablo, para luego seguir torturándolas con el fin de saber la lista de cómplices, que a su vez eran detenidos para ser interrogados, de modo que el proceso inquisitorial volvía a empezar, hasta que regiones enteras sucumbían a la histeria de los torturadores.

Todo el proceso estaba calculado deliberadamente para exacerbar el terror y el dolor hasta el extremo: «Padre, ¡míreme las piernas!, son como fuego, están listas para ser quemadas, de tan insoportable que es el dolor. No podría soportar ni que una mosca las rozara. Prefiero cien veces morir antes que soportar la agonía de la tortura otra vez. No sé describirle lo terrorífico que es el dolor» (Declaración de una «bruja» ante el clérigo que la confesaba).

Los expedientes de la Inquisición española en Toledo, revelan que a algunas mujeres se les impedía que confesaran, hasta que los torturadores apaciguaran su lujuria. Su tortura se prolongaba durante semanas, más allá del punto en que estaban totalmente destrozadas y que suplicasen que se les ordenara qué declarar para poder decirlo y evitar más dolor.

El sadismo de la tortura y el hecho de que la inmensa mayoría de acusados fueran del sexo femenino, revela las intencionalidades ocultas en los pliegues de la Inquisición, tal como lo expone ese manual de interrogatorios que fue el “Malleus maleficarum”. Ahí el dúo torturador, Kramer y Sprenger, cita: «Las mujeres son hermosas a la vista, pero no os fiéis. Porque son muy contaminantes al tocarlas. Con sus voces dulces engatusan a quienes se cruzan con ellas y los matan consumiéndoles las fuerzas y haciendo que rechacen a Dios«.

El “Malleus maleficarum” se acompañaba de una bula papal del papa Inocencio VIII, que apoyó el libro en su campaña para acabar con todas las brujas de Europa.

El patriarcal castigo de la Misoginia 

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Las «Normas del matrimonio«, según fray Querubino, del siglo XV, específicamente dirigidas al marido, calzarían perfecto en algunas comunidades del Ecuador donde se ejerce la mítica, incuestionable e infalible «justicia indígena» sin respeto alguno por los derechos de las mujeres. A propósito de castigos a las féminas, por serlo o «por portarse mal», en el Napo y otras provincias amazónicas, hay esta sanción «cultural»: a ellas se les frota ají bruscamente en sus vaginas, sin importar si son niñas, adolescentes o mujeres adultas, en tanto que a los niños se les aplica en los ojos (algunos han perdido la vista, se cuenta en voz baja en Tena, la capital provincial del Napo).

En fin, volvamos a fray Querubino. En sus Normas del matrimonio, una tristemente célebre frase indígena ecuatoriana sigue vigente: «Que pegue, que mate, ca marido es…». Dice Querubino: «Marido, repréndela con dureza, intimídala y aterrorízala. Y si con esto no basta, agarra una vara y golpéala bien, porque es mejor castigar al cuerpo y corregir al alma, que dañar el alma y perdonar al cuerpo. Entonces golpéala con decisión, no con rabia, sino por caridad, de forma que los golpes te den mérito«.

La frase de Querubino me recuerda la frase de otro… querubín, cierto asambleísta que, públicamente, admitió en la Constituyente de Montecristi en el año 2008, disculpándose después eso sí, que «A las mujeres de vez en cuando sí hay que maltratarlas«.

Hasta finales del siglo 19 era legal en Gran Bretaña que un hombre golpeara a su esposa con un látigo o una vara (eso sí, que la vara no excediera el grosor del dedo pulgar). Por eso esta «ley» fue conocida como «La Regla del Pulgar«.

Comadronas, anestesia, parto sin dolor y otros pecados

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Uno de los grupos que más cruel tratamiento recibió fue el de las comadronas. Comadrona proviene del término «midwife«, en inglés, que significa «sabia», pero por desgracia, también significa «bruja». El manual de interrogatorios señalaba: «Nadie causa un daño más malicioso a la fe católica que las comadronas«.

«En realidad, la opinión que satanizó a las comadronas se mantiene hasta hoy, a través de otros conceptos, sobre todo en los círculos de fundamentalistas norteamericanos del siglo XXI, ya que las parteras se asocian no solo a los misterios del nacimiento, sino a la práctica del aborto. Si se modifica ligeramente el manual de interrogatorios de la Inquisición de tal forma que diga: «Nada causa un más daño más malicioso a la fe católica que el aborto«, entonces adquiere una resonancia mucho más moderna» (Lynn Picknett: Una mujer llamada Lucifer», 2005).

Todo eso sucedía, a pesar de que nada menos que Paracelso el insigne, admitió que fueron las comadronas y las llamadas «brujas», quienes le habían enseñado todo lo que él sabía sobre medicina y curación.

Cuando James Simson empezó a usar éter y cloroformo en los partos durante el siglo 19, se produjo una protesta masiva a lo largo y ancho del mundo cristiano. Y eso que en aquella época,  no había jingles musicales «pro-vida» en el you-tube.

Los clérigos denunciaron al médico Simson y a su descubrimiento como un «rechazo pecaminoso a los deseos de Dios, que según las Escrituras ha querido que la mujer tenga el parto con dolor«. Los pastores escoceses afirmaban, en cambio, que la analgesia «menoscabaría la maldición primaria lanzada contra la mujer«. Y añadía un pastor de Nueva Inglaterra:

«El cloroformo es un señuelo de Satanás, que en apariencia se ofrece para bendecir a las mujeres, pero acabará por integrarse en la sociedad y le robará a Dios los profundos y desgarradores gritos que se producen en momentos de aflicción pidiendo ayuda«.

«Con el habitual sadismo semi-oculto del moralismo patriarcal, en realidad este pastor estaba diciendo que los gritos de dolor de las mujeres parturientas complacían a Dios, y lo que los hombres deben hacer es no privar a Dios de continuar escuchándolos». (Bárbara Walker «Magia y Religión» 1973)

«¡Maten a los diablitos!»

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Muchos niños, hijos de mujeres acusadas de brujería, murieron quemados, catalogados como «diablillos de Satanás«. Una mujer fue condenada porque había dado a luz al «hijo del diablo». Otra fémina francesa dio a luz mientras se retorcía en las llamas, y de alguna manera logró lanzar a su recién nacido, que estaba vivo, fuera de aquel infierno. La multitud lo devolvió a las llamas.

Todavía hasta hoy se sigue creyendo en la brujería, sobre todo entre los fundamentalistas, que ven en los librepensadores, en casi todas las religiones diferentes y, por supuesto, en todos los paganos, nada menos que a «satánicos» declarados.

Si una bruja no derramaba lágrimas durante la tortura se le declaraba culpable y se le instaba a llorar «por las lágrimas de amor que Cristo derramó en la cruz«. Y también era culpable si lo hacía, porque demostraba que «el diablo le había dado el regalo de las lágrimas para engañar al inquisidor«; lo cual era dar vueltas y vueltas a un torbellino kafkiano de lógica demencial.

Tras el reinado del papa Inocencio se convirtió en herejía el hecho de no creer en la brujería. Todo aquel que afirmara que la brujería no era real debía considerarse brujo o bruja. El inquisidor Schulteins declaró: «Aquel que se opone al exterminio de las brujas, no puede esperar quedar indemne«.

Bueno, pues. Preparad mi hoguera… Y encended el fuego.

Defensor de Derechos humanos

ILUSTRACIONES: Luis Ricardo Falero, «La salida de las Brujas» y otras pinturas.

IMÁGENES: Procesos inquisitoriales.

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